Recuerdo cuando morí por primera vez, en aquel desierto lleno de nada, por que así lo percibía. No lograba ver la magnificencia de las dunas que semejaban las montañas en las que vivía tiempo atrás. Creí enloquecer, creí en Dios, pero nunca en mí mismo. Me dí por vencido, nada me salvaría de aquella tormenta de arena, me llenaba los ojos de piedras fragmentadas diminutamente, ahí moriría, no quedaba duda. Entendí mi muerte y la aceptaba con resignación, más no con orgullo porque sabía que el único que había provocado tal situación era yo y nadie más.